4. Kai al rescate
KAI
La ambulancia espera afuera.
Son como la una de la madrugada y, debido al festejo que se estaba llevando a cabo en el patio de la universidad, son algunos —demasiados— los alumnos que han salido a chismosear sobre lo que le ha pasado a Emma Denovan mientras ella está ahí, inconsciente en una camilla.
No puedo evitarlo, aprieto la mandíbula, conteniendo la molestia y el desagrado que me provoca ver toda esta gente arremolinada alrededor de nosotros. Tengo un puto frío que te cagas porque mis ropas están mojadas después de haber saltado a la piscina.
Alguien me sacude el hombro y miro para saber de quién se trata. Es Royce y me está ofreciendo una mochila. Lo miro extrañado.
—He conseguido ropa para que te cambies, bro. Y ahí están tus cosas.
Asiento en agradecimiento y tomo la mochila.
—Gracias, bro.
Le doy un último vistazo a él y a toda la gente y me adentro en el interior de la ambulancia cuando los paramédicos suben a la chica inconsciente. Antes de que cierren las puertas, alcanzo a ver a la directora de la universidad hablando por teléfono, histérica. Las puertas de cierran y el bullicio de los murmullos desaparece. El sonido de la ambulancia es lo único que retumba en mi cabeza.
Los paramédicos empiezan a hacerle distintas revisiones y no sé cómo, pero termino sujetando su mano en todo momento. El cuerpo de Emma Denovan da espasmos, temblando. Me dedico a observarla con consciencia un momento. Realmente se ve mal. Su piel se ha tornado de un color preocupante, casi del mismo tono que su pelo azul, el cual se le adhiere a los lados del rostro y al cuello. Cuando llegamos al hospital y, cuando me dispongo a ir con ella a sala de urgencias, me niegan pasar porque no soy un familiar.
—Pero está sola —Es lo que le digo a la enfermera.
—Lo siento. Solo familiares directos pueden entrar y tener información de la paciente.
Asiento porque sé que no conseguiré nada si sigo insistiendo. Al menos, no con la enfermera.
Debo verme patético en medio del pasillo del hospital con las ropas mojadas. Al ser consciente de ello otra vez, suelto un estornudo. Miro la mochila que sostengo y, a sabiendas de que ningún médico saldrá todavía a decir en qué estado se encuentra, me doy la vuelta y busco un baño.
Cuando registro la mochila, encuentro un mono negro, un suéter del mismo color y unas crocs grises. Casi siento ganas de abrazar a Roy. Me quito con mucho cuidado la ropa y, cuando llega el momento, me debato en si quitarme o no la ropa interior. Vamos, que no es mi realidad soñada andar por ahí con el culo al aire, pero tampoco lo es llevarlo mojado como un jodido crío, así que me decanto por quitarla igual y enrollarla con el pantalón y la camiseta. Las hago una bola y la meto en la mochila.
Cuando salgo me lavo las manos y miro mi reflejo en el espejo sucio del baño.
Tengo los labios morados, producto del frío y la piel más pálida de lo normal. Niego y no puedo evitar esbozar una sonrisa sin sentido.
—Estás loco, Kaien, muy loco.
Cuando salgo, subo las escaleras con un objetivo en mente. Identifico el área de pediatría. Lo veo apenas cruzo el pasillo, está saliendo de su consultorio. Agradezco encontrarlo tan pronto, como si el destino decidiera echar una mano.
El respetable doctor Yang Hyunwoo. La única persona que podría ayudarme. Bueno, ayudarla. A estas alturas, Emma es la que me debería estar agradeciendo eternamente, cosa que sé que no pasará ni en mis sueños.
—¿Hijo? —Levanta la vista de la planilla que sujeta. Lleva los lentes puestos en la punta de la nariz, supongo que se le han deslizado porque odia llevarlos así.
Suspiro y esbozo una sonrisa de boca cerrada, que siempre me funciona cuando necesito su ayuda.
—Papá, necesito un favor.
Y me escucha atentamente mientras le pido que utilice su influencia en el hospital para que me dejen entrar en la habitación de la chica pez.
Y mientras lo hago, en mí cabeza no para de repetirse que estoy como loco. No puedo creerme que de verdad estoy haciendo esto.
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—¿Nombre completo?
—Emma Daniela Denovan Soto.
—¿Edad?
—Veintidós.
—¿Fecha de nacimiento?
—03 de septiembre del 2003.
«Tenía que ser Virgo», pienso, dándome yo mismo la razón. Todos los Virgo son así.
—¿Tiene seguro? —indaga la enfermera mirando la planilla sujeta contra su pecho. Mi vista se enfoca ahí un momento, es muy poco lo que el uniforme deja ver, pero se nota que hay qué ver. Aparto la mirada cuando la enfermera alza el rostro, esperando una respuesta, y también miro a Emma.
—No. —responden detrás de mí. Tanto la enfermera como yo, desviamos nuestras miradas hacia la persona que yace en la camilla.
La enfermera (que muy guapa, por cierto) asiente y suspira. Sigue preguntando otras cosas, a diferencia que esta vez es Emma quién responde a todas con la mirada perdida. Me da un poco de pena, la verdad. Mientras, yo me descubro pensando las respuestas, pero no me sorprendo en absoluto cuando acierto a todas.
La enfermera parece terminar con su cuestionario porque deja el lapicero sobre el papel y sale de la habitación, dejándonos, por primera vez, a solas.
Bueno, la primera vez desde que Emma recuperó la conciencia. Ambos guardamos silencio, mirándonos fijamente. Es... Raro. Han pasado unos años desde la última vez que estuvimos tan juntos. Es más, desde que estuvimos en una misma habitación. Y me pregunto qué será lo que dirá para romper este silencio asfixiante. Asfixiante para ella, creo, porque por mi parte, estoy disfrutando ver cómo la ansiedad de no saber qué decir cruza su rostro. Espero... espero... y, ajá, ha pasado como un minuto entero cuando abre la boca.
Y, como es Emma Denovan siendo Emma Denovan, las primeras palabras que me dirige son:
—¿Qué hora es?
Chasqueo la lengua en aprobación, un gesto que hago para mí mismo. Sí, ha pasado un tiempo, pero hay cosas que nunca cambian.
Saco el móvil de mi bolsillo y miro la hora.
—Cinco y quince.
—¿De la madrugada? —suena esperanzada.
—De la tarde, darling.
—Coño de la madre —masculla en su idioma materno, español. Puedo ver como el destello de esperanza se hunde en sus ojos.
Lo repito: me da un poco de pena.
Le observo el pelo azul. Cuando la conocí lo tenía tan oscuro como la caoba, pero he de admitir que el color le queda bien... Bastante.
Me siento un poco mal al verla ahí, sin nadie a quien ella realmente aprecie a su lado. Emma no tiene familia en esta ciudad ni en ninguna cercana. Su padre reside en la otra punta del país y, teniendo en cuenta lo que recuerdo de su historia, dudo que, aunque estuvieran a la vuelta de la esquina, viniera a verla.
Pobre Emma. El pez koi que todos admiran, ahora está hundido siendo la comidilla de media universidad. Por no decir toda.
Emma se mira las uñas. Juguetea con ellas y luego me mira.
—Yo... tú... ¿Qué haces aquí?
—Acompañarte.
Frunce las cejas y me mira sin creerme.
—Hablo en serio, Kai.
Tomo una bocanada de aire.
Se siente raro volver a escuchar mi nombre de esa boca. Muy raro. Hace tantísimo tiempo que no nos cruzábamos... bueno, que ambos nos tomamos muy en serio la tarea de evitarnos a toda costa. Dudo en responder. No sé cómo vaya a tomarse lo que he hecho. Que no es como si fuera algo malo, pero conozco a Emma. O a una versión antigua de ella que no sé si todavía exista, pero la conocí en algún momento y sé que, a esa Emma Denovan no le agradaría el hecho de que quién la haya salvado de la muerte haya sido yo.
Igual se lo digo, de todas formas no es como si pudiera guardar el secreto. Toda la universidad está hablando de esto y hay videos por todas partes.
—Fui yo quién te sacó de la piscina.
Su cara es completamente seria, como si no acabara de decir nada.
—Me estás jodiendo.
—No, claro que no. Puedes abrir instagram y vas a ver que no bromeo.
Como sé que no tiene el móvil a la mano, saco el mío y abro la aplicación, no miento cuando digo que, cuando lo prendí horas atrás, casi muere reventado de notificaciones. No me hace falta buscar ningún perfil, el vídeo encabeza la página de sugeridos.
Volteo la pantalla y Emma toma el móvil entre sus dedos.
—Mira.
Me cruzo de brazos mientras el vídeo se reproduce. Me arrepiento de inmediato.
Escucho el audio y me dan ganas de arrebatarle el celular de las manos para que deje de escuchar tantas estupideces.
Solo se escucha gente murmurando que se ha suicidado, que es una dramática y que está loca. También se escuchan risitas.
Como si nada de lo que había ocurrido horas antes importase. Como si fuera un puto chiste haberla encontrado ahí al fondo de la piscina. Como si no hubiera sentido que el corazón se me subía a la garganta cuando no conseguía que respirara. Como si no hubiera pensado que estaba muerta.
Me tranquiliza que sea ella la que apaga el celular y lo deja a un lado, en la camilla. Se queda con la mirada fija en la nada. Todavía luce algo pálida y me preocupa que pueda tener un ataque o algo así. Está muy reciente de todo y empiezo a preocuparme de que no haya sido buena idea cuando pasan varios minutos y sigue sin hablar.
Abro la boca, dispuesto a salir corriendo a buscar una enfermera. Pero entonces Emma me sorprende cuando habla:
—Dios, ¿no podía ser otra gente? Es decir, gracias por mandar a alguien que me salvara, pero ¿no podía ser otro? NO, tenía que ser ÉL —niega y una risa seca escapa de su garganta—. Qué bolas, de verdad. Me siento muy ofendida, bro, cómo me haces eso. No, no, ahora no sólo tengo que lidiar con toda la mierda que pasó con mis amigas y mi ex, sino que también tengo que... ¡Agh! ¡Casi me muero, no tengo fuerzas para lidiar con esto también!
Yo... No hay palabras que describan la cara que he puesto. No he entendido una mierda de lo que ha dicho, lo único que más o menos pillé en el aire fue «bro» y vaya que, con el acento en que lo dijo, ni siquiera sé si signifique lo mismo.
Emma gruñe, cansada, exasperada, fastidiada, yo qué sé. Se lleva las manos a la cara y hunde el rostro ahí un momento. Entonces, cuando creo que procederá a ignorarme y seguir soltando palabras en español, se dirige a mí, esta vez hablando en inglés:
—Gracias —dice y no puedo estar más sorprendido.
De verdad, juro que, de todas las cosas que esperaba que me dijera, la última era que me diera las gracias.
Simplemente... increíble. Supongo que algunas cosas sí cambian, o, bueno, tampoco es como si...
—Quita esa cara, Dios, te acabo de decir gracias, no que tienes Sida o un hijo perdido.
Parpadeo, saliendo del estupor.
—Wow, lo siento. Es que nunca esperé que me agradecieras o algo así.
Emma pone los ojos en blanco.
—Me retracto. ¿Sabes qué? Te odio por salvarme.
Se me escapa una risita. Ya. Recuerdo que esta también era una característica muy representativa suya. Le encanta joder, pero no aguanta que la jodan de vuelta.
El silencio cae en la habitación. No es como si esperase tener la conversación más interesante de la semana, por lo que lo dejo estar. Emma mira a su alrededor y juguetea con sus dedos en su regazo. Se muerde el labio, quizás está pensando alguna cosa. O muchas cosas.
Yo estoy a un metro de ella. Ni muy cerca ni muy lejos. Pienso que quizás es buen momento para retirarme y dejarla a solas, pues es lo que se siente más correcto, pero no me muevo. No consigo hacerlo.
El único sonido que se oye es el pitido de la máquina que indica la frecuencia de sus latidos. Todavía no me mira, aunque yo a ella sí. La bata del hospital le queda gigante, Emma no es muy alta. Siento como... como si todavía no me creyera que todo esto es real. Aunque lo es y lo sé, sólo es un efecto de lo raro que me resulta todo.
No me he dado cuenta de que mi vista se ha perdido en la nada hasta que su voz rompe el silencio y me veo obligado a enfocarla otra vez.
—¿Cómo has sabido que...? ¿Tu cómo...? —duda y quizá ya sé por dónde piensa ir—. Es decir, ¿cómo has acabado en la piscina? ¿Cómo supiste que estaba ahí?
Pienso antes de darle una respuesta. El motivo por el que llegué a la piscina no es, ni de cerca, algo que pueda decirle a ella ni a nadie si no quiero meterme en problemas, por lo que me invento una buena excusa y espero poder sonar convincente cuando digo:
—No eres la única con problemas. Estaba... discutiendo con alguien y necesitaba estar solo. La piscina era lo que más cerca tenía —me encojo de hombros—. Me di cuenta que había alguien ahogándose cuando intentaste salir. No sabía que eras tú la que se había lanzado.
—No me lancé —gruñe.
—Bueno, eso no es lo que parecía cuando estabas ahí hundida, darling. En realidad, no se te veía muy dispuesta a...
—Cállate, ¿quieres? —vuelve a pasarse la mano por el rostro—. Supongo que sí que debo agradecerte. Aunque ahora con lo que has dicho no sé si pensar en que de haber sabido que se trataba de mí, no te habrías lanzado.
—Ni aunque me fueran pagado —le digo, pero es mentira. No sé si ella lo sabe. Tampoco lo aclaro.
—Imbécil.
—Amargada.
—Grosero.
—Malagradecida.
Abre la boca, indignada.
—¡Te he dicho gracias! ¡Y dos veces!
—La primera no contó porque te arrepentiste y también me has llamado imbécil.
Blanquea los ojos.
—Porque lo eres. Además, tú a mí me has dicho amargada
—Porque lo eres —repito sus palabras. Ella bufa—. Y tú empezaste.
Va a replicar, pero se calla cuando la puerta de la habitación se abre. Es la enfermera bonita. Vuelvo a darle un repaso y ella me da una sonrisa coqueta.
Sí bueno, quizás en el tiempo que Emmita estuvo inconsciente, hablamos un poco. Hay que aprovechar el tiempo.
Emma lo nota, su mirada va de la enfermera a mí y vuelve a poner los ojos en blanco.
—Vengo a chequear que todo esté en orden —informa la enfermera.
—No lo dudaba —ironiza Emma.
La enfermera ni se entera, por lo que se acerca a ella y hace su trabajo de revisarle hasta la última hebra de pelo. No es como si a Emma le hubiera ocurrido algo demasiado grave, pero que el doctor Jung haya intercedido ha llamado la atención del personal y ha hecho que la traten con pinzas.
Cuando la enfermera se va, se despide y creo ver que me guiña un ojo, a no ser que ya esté alucinando.
—Tienes un poco de baba ahí —Emma señala mi mentón.
Ahora soy yo quien pone los ojos en blanco.
—Guau, es que de verdad no puedo entender a los hombres —dice, como si mi gesto la hubiera indignado mucho—. ¿Sólo piensan con el pene o de verdad usan el cerebro?
—De vez en cuando.
Emma se ríe. Pero no parece que le haga gracia, ni un poco. Y sigue.
Nadie me prepara para el vómito de odio que le suelta a los hombres. ¿Me sorprende? La verdad es que no.
—No lo puedo creer. No, no, en realidad, sí que lo creo. Es que todos los hombres son iguales. Todos son unos infieles de mierda —Frunzo el ceño. Creo que se ha desviado. Ahora el tema no tiene nada qué ver conmigo y mis coqueteos con la enfermera, sino con Jota y ella—. Les importa un carajo lo que hacen con los sentimientos de los demás. Les vale si los joden. Son unos putos egoístas y no ven a la hora de engañarte si se trata de tu jodida mejor amiga o de cualquier otra desconocida. ¡Son unos malnacidos! Es que no lo entiendo...
La voz se le quiebra, pero carraspea de inmediato y cierra los ojos con fuerza, ahuyentando las lágrimas.
Alzo mucho las cejas. ¡Diablos! Así que eso fue lo que hizo el hombre, le puso los cuernos con Diana, su (ahora ex) mejor amiga.
Vagamente, recuerdo que en la conversación que tuve con la enfermera, mencionó algo sobre hiper sensibilidad como efecto secundario de los sedantes.
Suspiro divertido y alucinado con la situación. Bueno, lo último que esperaba (otra vez) era que Emma terminase hablándome de sus líos románticos. No me sorprende, pero tampoco me importa. Se lo dejo saber porque es lo único que mi cerebro piensa. Sobra decir que a veces no pienso demasiado antes de cagarla.
—No deseo estar al tanto de la dramática vida de Emma Denovan, gracias.
Emma alza las cejas. Es la primera vez que la llamo por su nombre después de tantos años, ella lo nota y yo también. Por eso, trago seco.
—Guao. Pero si hasta recuerdas mi nombre.
—No sé de qué hablas.
—Pensé que, de tanto ignorarme, hasta lo habías olvidado. Guao.
Me encojo de hombros, esforzándome por aparentar que no pasa nada. Yo también pensé que no pasaba nada, joder, pero resulta ser que no.
—Supongo que no.
—Qué honor.
La miro mal. Bastante mal. Que hayamos pasado el uno del otro estos años no quiere decir que haya olvidado el motivo, aunque al parecer, el pez koi no solo tiene una vida dramática, sino que también tiene pérdida de memoria.
Por eso es que le digo:
—No es como si fuera fácil olvidar el nombre de la primera chica que te fue infiel.

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